
Pérdida, dolor y esperanza en Issa Watanabe
“Migrantes” y “Kintsugi” se construyen a partir del silencio. Un silencio necesario, crudo y doloroso que nos sume en la profundidad de un negro absorbente y que, a ratos, amenaza con hacer desaparecer la vida.
Hacer un álbum silente conlleva cierta dificultad ―en muchos casos, mayor que crear un álbum que se sostenga en la doble codificación, donde el texto y la imagen narran a la vez― pues las imágenes se deben bastar a sí mismas y el autor o autora debe evitar sobrepoblar de contenido visual con el fin de empujar al lector por una única vía de lectura e interpretación. Aun cuando el o la creadora tengan la historia en su cabeza, la gracia de la literatura es que lectores y lectoras puedan, a partir de esa base narrativa, construir su propia interpretación, la que va a estar sujeta a las lecturas y experiencias previas.
Issa Watanabe (Lima, 1980) es la ilustradora peruana tras dos álbumes silentes que han obtenido diversos premios. Ambos funcionan como hermanos, pues comparten el formato apaisado, el tamaño, la tipografía de portada y el negro profundo en sus fondos; y ambos retratan un vacío, un no lugar, una desesperanza para la que no hay palabras.
Migrantes (Libros del Zorro Rojo, 2019) y Kintsugi (Libros del Zorro Rojo, 2024) logran este cometido de forma impecable. Con títulos muy sugerentes, en ambos libros se sientan las bases sobre las cuales los lectores podrán “construir” la historia, significándola a partir de sus propias experiencias, pero, tal como se señala en las líneas previas, con una base narrativa robusta, cuyo hilo conductor es, en el primer caso, la realidad de las personas obligadas a migrar y, en el segundo, la pérdida, la destrucción de una parte de vida.
El primero de ellos aborda una problemática universal que, día tras día, nos muestra imágenes que, por reales, son enormemente desoladoras: las migraciones forzadas son inseparables del sufrimiento, la soledad, el hambre, la muerte. Una Muerte que, tal como en el libro, está forzada a seguir a quienes transitan por esos no lugares, porque pareciera que es completamente inevitable que algunos y algunas mueran. A destiempo, sin duda, cuando no les corresponde. Y la Muerte lo sabe.
Ambos libros funcionan como hermanos (...) retratan un vacío, un no lugar, una desesperanza para la que no hay palabras.
En el libro la vemos representada con una actitud resignada ―que, a ratos, recuerda a la Muerte de El pato, la muerte y el tulipán (Barbara Fiore, 2007)― haciéndonos saber que no le corresponde estar ahí, que no es el momento para esos seres a los que sigue de cerca, pero que no tiene más opciones. Desde la portadilla, montada en el pájaro azul, el personaje transmite ese sentimiento que se magnifica con el fondo negro, con su ropaje lleno de flores que intensifica el contraste de su presencia. Recoge el maletín del suelo y llama… llama como no queriendo respuestas, no quiere entregar el maletín. Todos se vuelven y la miran, con ojos que revelan que saben a qué viene. El avance por el no lugar, con atisbos de árboles coloridos, hace aún más doloroso el camino. El bote abarrotado ―que reconocemos de tantas imágenes noticiosas― solo augura un final que no queremos que llegue. Pero es inevitable. La Muerte se lleva a uno.
Kintsugi, por su parte, se aferra a su significado japonés: reparar con oro. La técnica oriental de reparación de cerámica busca que las cicatrices se vean, que queden como testimonio de la rotura. Porque la reparación debe ser visible, debe dar cuenta del proceso, del tiempo que se requiere para enmendar, para volver a la vida con el aprendizaje de lo vivido.
En este álbum, Watanabe inicia con una mesa de la que surgen, verdes, las ramas vivas de un árbol que sostienen objetos variados, con todos sus colores. Al otro extremo de la mesa, que está como suspendida en un vacío de negro pleno, un pájaro rojo sostiene una taza azul, que tal vez pertenece a quien se sienta habitualmente en ese espacio. El blanco comienza a avanzar y la taza azul se quiebra. Mesa, objetos y troncos se tiñen de blanco, trizados, ante la cara de desesperación del protagonista. Una desesperación que la autora grafica bellamente con una caída a las profundidades inhóspitas de un océano que también se va decolorando, dejando de estar vivo. Pero el conejo protagonista aún tiene una esperanza en su mano, una ramita verde que no suelta y que lo rescata de las oscuras profundidades en que había caído.
El álbum muestra, así, todo el proceso, desde la destrucción y muerte de los objetos hasta su reparación, en que, además de volver a unir las piezas que se han quebrado y de reconstruir ―casi como un collage― los objetos desmembrados, revela la reconstrucción del alma del protagonista.
Kintsugi se convierte, de esta forma, en un álbum que, a partir de un doloroso y profundo silencio, releva las cicatrices. Nos invita a verlas para reconocerlas y vivir con ellas. Ilustraciones, colores y negros que se unen para entregar múltiples significaciones. Sobran las razones para haber sido elegido, este 2024, como el mejor libro de ficción por la Feria Infantil de Bolonia, en Italia.