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    “El soldadito”: la guerra de todos los días
    Reseña

    “El soldadito”: la guerra de todos los días

    08 agosto, 2022 Por Carolina Ojeda M.
    publicado en el Boletín 11

    “Un niño disfrazado, con una copa en la cabeza, una trompeta en una mano y una taza en la otra, se enfrenta a los enormes cuerpos que solo miran hacia adelante, listos para el ataque. Listos para lanzar la pelota, golpear con la raqueta o dar el golpe de knock out. El que se cree soldado tiene los ojos llenos de miedo y angustia hasta que, agotado, llega a una pequeña casa y, por primera vez, no derriba la puerta. Marchar, apuntar, disparar, retirarse. Marchar, apuntar, disparar, retirarse. Marchar, apuntar, disparar…”

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    Un soldado marcha por entre sus enemigos. Un soldado azul, armado con su fusil, su casco, sus bototos y su granada, marcha por entre sus enemigos rojos, listos para la afrenta, con sus manos preparadas para la batalla. El soldado azul solo mira hacia adelante, armado con su trompeta, su copa, sus zapatos y su taza. Pasa por entre medio de un basquetbolista, una bailarina, un jugador de fútbol y otro de hockey. Son muchos, pero nadie lo mira. Entre mesas y sillas montadas unas sobre otras, rojas, en un equilibrio precario, el soldadito solo piensa en la guerra.

    Su mirada está asustada porque todo lo ataca, lo empuja, hasta que, agotado de tanto marchar, de tanto estar preparado para el ataque, la luz cegadora de una bomba lo guía a una casa y, por primera vez, no derriba la puerta, sino que toca. Y le abren.

    En ese segundo que pasa entre que la puerta se abre y logra ver qué hay dentro, levanta el fusil, se pone en posición de ataque, imagina que lo acribillarán. Todo apunta hacia él, todo es rojo: las patas de los muebles, el hombre que va lanzarle un sillón, el perro gigante, un King Kong amenazante que le muestra sus dientes, una cafetera voladora dispuesta a golpearlo en la cara.

    Pero la magia de dar vuelta la página en un libro álbum, ese movimiento que dura un par de milésimas de segundo, transforma ese escenario destructor en un hogar de luz amarilla, con olor a comida, una cama mullida y un perro que mueve la cola. La transición ocurre en un abrir y cerrar de ojos, como si alguien hubiese chasqueado los dedos, como si el soldadito hubiese despertado de un mal sueño. “Y de pronto, como vino el miedo, se fue”. Mientras afuera todo es rojo, frío, de manos grandes y rostros duros, adentro está calientito, todo es amarillo y suave. Aquí nadie lo mira con rabia y la luz amarilla le muestra un hombre sonriente revolviendo una olla que huele delicioso, una vitrola que incluso nos permite oír la música, un perro alegre y unos soldaditos de juguete, tal como él.

    “El soldadito se quitó el casco, y no lo alcanzó ni un trozo de metralla. El soldadito se quitó las botas y no pisó alambre de púas. El soldadito puso en el suelo el fusil y la granada y nadie lo atacó”. En un fondo blanco y con movimientos precisos, la doble página nos muestra la transformación del soldadito, su desarme. Se despoja de esa ropa y del azul que es la guerra. A medida que va dejando sus armas, sus movimientos se van haciendo más fluidos y juguetones.

    La transición ocurre en un abrir y cerrar de ojos, como si alguien hubiese chasqueado los dedos, como si el soldadito hubiese despertado de un mal sueño.

    Y una vez más, al dar vuelta la página, el lector es inundado de amarillo. La granada es ahora la taza que el niño de polera amarilla y rayas azules ve en el espejo. Y juega a ponérsela en la cabeza. El fusil que sigue en sus manos es ahora la trompeta que suena al ritmo del piano que toca el hombre que antes cocinaba esa comida cuyo aroma lo inundaba todo. En esta casa con libros por todas partes, con música, con un perro, el soldadito baja la guardia por primera vez y la guerra deja de estar en sus pensamientos.

    Las italianas Cristina Bellemo y Verónica Ruffato crean este álbum donde la narración construye todo aquello que atormenta al soldadito vestido de azul. Por momentos, creemos —o queremos— pensar que todo es un juego. Que el niño juega a ser soldado. Pero algo en sus ojos, en su postura rígida, en sus pasos desconfiados, deja claro que no está jugando; que el miedo y la angustia son reales, que el ataque podría venir desde cualquier rincón. Y para eso, la ilustradora recurre a las acuarelas rojas, a los cuerpos y manos grandes, a miradas cargadas de tensión, que permiten que el lector sienta la amenaza, tal vez indirecta, al soldadito azul. Indirecta porque no lo miran, pero es tal vez esa invisibilidad lo peor de todo. Sentirse invisible, fuera de lugar, el único que no está vestido para un deporte, sino para la guerra, con un casco que apenas lo deja ver. Pero la luz llega, el rojo queda atrás y aparece el amarillo, cálido y suave, que le permite desarmarse, descansar.

    “Antes de caer dormido, un pensamiento pequeño, pequeño como esa casa, le vino a la cabeza. Y por primera vez no era la guerra. Y como no era la guerra, el soldadito pensó que era la paz”.

    El soldadito (Océano Travesía, 2021) es uno de esos álbumes que se transforma en un libro querible, por la aparente sencillez y enorme emotividad con que revela significados profundos, amplios e inclasificables, que van emergiendo en sucesivas lecturas y miradas, hasta convertirse en imprescindible.